Desde chiquita le gustó la luna. Cada vez que la descubría, dejaba de jugar y se paraba a mirarla. “¡Hola, luna!” Le mandaba besos, pegaba algunos saltitos y continuaba jugando.
Esta niña no tenía nombre, porque tenía todos los nombres: el tuyo, el mío el de sus amigas y quizás, también el de la luna. Sus años los contaba con los dedos de una mano. Una mano que le encantaba dibujar de todo, mientras comía pan con manteca y dulce de leche.
En cualquiera de sus dibujos siempre había un lugar para la luna: chiquita, grandota, debajo de una mesa o arriba de algún árbol. Y no faltaba la luna sonriente o enojada con algunas nubes cuando no la dejaban brillar demasiado. Nunca le salía bien redonda; pero de eso se encargaba el cielo. Como el de aquella noche que le mostró a través de la ventana una enorme, redonda y brillante súper luna.
Estaba recién bañada y con pijama que se resistía a llevarla a la cama porque aún le quedaban cachitos de ganas de seguir jugando. Se acercó a la ventana, ¡y ahí estaba! Era una luna para mirarla, mirarla tan intensamente porque parecía que ella también la miraba.
Sintió ganas de tocarla y hasta de jugar con ella, pero la voz de su mamá la mandó a la cama y finalmente se quedó dormida con un brillante lucero de plata iluminando su cara.
Pero la luna ya sabía lo que la niña quería. ¿Y cómo haría para llegar hasta ella? ¡Mmm, problema lunero había en el cielo!
Como los habitantes de la naturaleza se entienden sin hablar, pero saben lo que sienten, el viento, que siempre anda por el aire, supo lo que la luna necesitaba. Y empezó a soplar ¡Ssss! ¡Sssss! ¡Ssss!, y un montón de brisas llegadas de todas partes fueron armando un hilo; ¡sí, un hilo de viento! Cada vez más largo, y más, y más, hasta que quedó tan alto, que llegó hasta la luna. Y la pícara redonda, más brillante que nunca, se trepó al hilo y fue descendiendo como en un tobogán. Y ¡zas!, entró por la ventana.
Tanta claridad despertó a la niña. ¡Hola, luna!
¡Hola! ¿Quieres jugar conmigo?
Y sin esperar respuesta salió por la ventana seguida por la niña.
¡Juguemos al barrilete! dijo la luna trepándose a una punta de ese hilo de viento. Entonces la niña, tomando la otra punta, salió corriendo por todas partes. ¡Estaba jugando con un barrilete de luna!
¡Tanta claridad despertó a los pájaros!
¡Tanta brisa despertó a los árboles!
Y entre pájaros y árboles asombrados la niña corría seguida por la luna, muerta de risa.
Tanta risa despertó a la mamá que corrió al dormitorio de su hija a ver qué le pasaba.
¡Hija, despierta! ¿Qué te pasa?
La niña, medio dormida, pero muy sonriente, le contestó: ¡estaba jugando con la luna!
Y se volvió a dormir. Afuera la noche también dormía bajo una luna que parecía sonreír. Pero no, solamente brillaba. ¡Como brillan los sueños y dibujos cuando ella está presente!
Y colorín, colorín, este cuento también se va a dormir.
Hawa Gazi
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